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martes, 11 de junio de 2019

De la selectividad, o el problema de la selección:

   Un año más, se ha desatado durante estas fechas la ya acostumbrada polémica en lo referente a la prueba de selectividad, o prueba de Evaluación del Bachillerato de Acceso a Universidad, y, un año más, miles de alumnos ponen el grito en el cielo, profesores se defienden de los ataques, universidades tratan de legitimar su postura y el público atiende poco impresionado a la nada novedosa función. Este año, ha sido Valencia el escenario de las protestas y el examen de matemáticas el culpable de los desencuentros. ¿Demasiado complicado? ¿Una retorcida treta gestada con sibilina planificación por los profesores con el objetivo de sabotear a los alumnos? ¿Acaso son los alumnos los malos de la película, por quejarse demasiado y estudiar poco? ¿Son los institutos los que no preparan suficiente a los alumnos para la prueba?. Las preguntas se suceden con tumultuoso ritmo y atropellada velocidad, y, como es natural en esta sociedad tan nuestra, el raciocinio es dejado de lado y los insultos suben al estrado. Respuestas no hay, porque no las hay. La discusión enfrenta posturas tan subjetivas como (poco) válidas y es precisamente esta subjetividad, tan inherente al modelo actual de la EBAU, la que me genera las primeras dudas.

    Sin olvidar ni por un breve instante el problema de la descompensación en los temarios de cada comunidad autónoma y las diferencias en su dificultad, ¿podemos aceptar que una prueba de este tipo no sea estrictamente imparcial?. No podemos olvidar que en la mayoría de las asignaturas que forman parte de la EBAU se miden competencias como la expresión, la redacción o la limpieza y, en el caso de asignaturas de corte más práctico, los procedimientos utilizados o el razonamiento realizado para hallar un resultado. Si bien estas variables evaluables dejan un espacio a la creatividad y al ingenio interior de los alumnos, es virtualmente imposible que, tomando parte en el proceso de examen decenas de miles de alumnos y cientos de profesores, se pueda establecer un criterio, ya no justo, si no al menos general que se pueda aplicar de manera uniforme a todos los alumnos. Además, estas competencias son examinadas ya de manera exhaustiva durante el bachillerato. Es necesario que el examen de selectividad se plantee de manera uniforme e imparcial en la forma de, por ejemplo, un examen de tipo test.

   Además, deberían ser las universidades las que desarrollen un criterio de admisión que se adapte a las exigencias de cada carrera sin caer en el inflexible y cruel sistema de ponderación de nota que se utiliza ahora. Es una absoluta irresponsabilidad que los alumnos tengan que destacar en todas las materias, por poco relacionadas que estas estén, para acceder a determinadas carreras que presentan una altísima nota de corte. ¿Es acaso necesario que, por ejemplo, un aspirante a médico tenga que destacar en inglés o literatura? Al colocar estas barreras en el camino de los alumnos, la administración está consiguiendo con esa gran eficacia que le es característica que aspirantes legítimos a ciertas profesiones, que han demostrado gran vocación e interés en las mismas no lleguen siquiera a acceder a los estudios que desean. Sin duda una exhibición de cómo desaprovechar el talento y ahorrar en materia de buenos profesionales. Los problemas en la educación siguen siendo actuales, numerosos, y profundos, pero en lo que al poder concierne, sus graves desajustes no le restan ni un ápice a su calidad como arma política y herramienta electoralista. El llamamiento a ponerse manos a la obra en modificar el sistema educativo es ya casi unánime, desde una postura u otra, en casi todas las esferas de la enseñanza, pero es difícil ser optimista, al menos desde la posición del alumno, al menos desde aquí abajo.

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